LA QUINTA PATA

Brasil, un socio ante el precipicio

¿Cómo pensar la integración con un aliado que pone en duda su democracia? Política destrozada y poderes de hecho. La pelea de fondo: el Supremo vs. las FF.AA.

"Miren hacia dónde está yendo nuestra querida Argentina. ¿Alguien quiere eso para Brasil?", dijo el jueves Jair Messias Bolsonaro para denostar los efectos de la cuarentena estricta contra el COVID-19 que le permitió a nuestro país registrar una tasa de 11 muertes por millón de habitantes frente a la brasileña, de 127. Sin pretender desentrañar la lógica rupestre del excapitán, cuestionar ese amor hasta ahora ignorado ni disputarle la bandera del chauvinismo, cabe consignar que, con todos sus dramas y a pesar de un sentido común persistentemente instalado allá y acá, más que la Argentina y su rumbo, el factor más preocupante para el futuro de la principal alianza sudamericana es Brasil. ¿Cómo seguir marchando junto al vecino cuando lo que se discute allí ya no es un modelo económico o el signo de la integración regional sino la propia vigencia de la democracia?

 

Mucho se debatió en los últimos días sobre la fallida invitación para que el exjuez y exministro Sergio Moro disertara en la Facultad de Derecho de la UBA sobre "combate contra la corrupción, democracia y Estado de derecho". A muchos de quienes elevaron la voz contra lo que consideraron un oxímoron puede haberles molestado la reivindicación de un hombre que efectivamente persiguió delitos cometidos en gobiernos de izquierda; otros, sin embargo, se indignaron al recordar la forma en que lo hizo, su desdén por el debido proceso y, de la mano de esto último, por el rol que jugó en la tarea de derramar contenedores de ácido sobre la institucionalidad y la democracia.
 

 

La hoja de ruta de la operación Lava Jato no es un código que haya que desentrañar; está contenida en un paper que el propio Moro publicó en 2004, el que, siguiendo el caso italiano de Mani Pulite, hace una apología del abuso de la prisión preventiva para producir arrepentidos en serie y de las filtraciones de información sensible a los medios "simpatizantes", todo, con un objetivo final: "Rediseñar el marco político".

 

Vaya si lo consiguió. Aunque el impeachment de Dilma Rousseff se basó en la excusa de las "pedaleadas fiscales", el clima de opinión que lo hizo posible fermentó en la ofensiva judicial, mediática y política liderada por Moro.

 

Hay que subrayar que el problema no es que se haya investigado la corrupción –eso es plausible–, sino los métodos con los que se lo hizo y el sesgo evidentemente antipetista del esquema.

 

Los grandes medios brasileños no apoyaron al candidato Bolsonaro. Las demasías de este fueron evidentes durante décadas, incluso cuando no era más que un diputado del "bajo clero" que reivindicaba a dictadores y torturadores y humillaba a mujeres y minorías. El Partido de los Trabajadores (PT) deberá hacerse cargo alguna vez de sus pecados, pero la tarea de diarios y emisoras de TV resultó crucial en la erosión de la fe en la democracia, tarea que arrastró a otros estamentos, esos ya tradicionales, que no podían dejar de aparecer cuando se metía mano en esquemas de corrupción sin fecha de inicio.

 


 

 

El hundimiento del sistema político brasileño llevó, como es natural, a un espectáculo posporno en el que ocupan la escena los poderes de hecho: las grandes finanzas, el empresariado más vinculado a la globalización y las Fuerzas Armadas.

 

La decepción de los sectores medios, incluso de los que emergieron durante el lulismo gracias a una mejor distribución de la renta pero que luego no hallaron oportunidades a la altura de sus expectativas, hizo el resto: las protestas previas a la Copa del Mundo de fútbol de aquel año fueron la primera expresión de una forma de insatisfacción que, como lo demuestra la historia del siglo XX, suele desembocar en la ultraderecha. Ese proceso, como se sabe, estuvo cruzado, de modo decisivo, por el apartamiento de Luiz Inácio Lula da Silva de las elecciones de 2018.

 

Las claves de la dimisión de Moro quedaron registradas en el video de la reunión de gabinete del 22 de abril, en el que, entre insultos y una competencia entre varios ministros por ganarse el premio al más extremista de la clase, Bolsonaro exhibió su decisión de cambiar a la cúpula de la Policía Federal, hasta entonces feudo del exjuez, para salvar a su familia y a amigos de investigaciones en curso. La potestad del cambio se la da la Constitución, pero la motivación es causal de impeachment por obstrucción de la Justicia.
 

 

 

El drama brasileño de los últimos seis años, se dijo, barrió con el sistema de partidos. Hoy, el Congreso es un conglomerado de tribus, los viejos partidos oscilan entre estructuras de pymes o de minipymes y los más relevantes, sobre todo los ejes del viejo bipartidismo, el PT y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), oscilan, respectivamente, entre la deriva estratégica y la irrelevancia electoral.

 

Si este es el tiempo de los poderes de hecho, no sorprende que los protagonistas del momento sean el Supremo Tribunal Federal (STF), que supo surfear la ola de la Lava Jato con oportunismo, y el llamado "partido militar”. Así, la política brasileña transcurre entre las amenazas de cierre del Supremo –lanzadas ya no por militantes o blogueros sino por los hijos de Bolsonaro y hasta por miembros del gabinete– y las ofensivas de la alta corte, que, en nombre de la transparencia, autorizó la transmisión televisiva en prime time de la reunión ministerial del escándalo, embiste con casi dos años de demora contra la usina de fake news instalada en la "oficina del odio" del Planalto y hasta coquetea con la posibilidad de incautar el celular del presidente para determinar si verdaderamente quiso obstruir la Justicia.
 

 

 

Mientras Bolsonaro busca blindarse condecorando, sabe Dios por qué, al procurador general, Augusto Aras, con la Orden del Mérito Naval (no, el fiscal no fue marino), su hijo Eduardo, diputado y referente regional de la "nueva derecha", señaló que la ruptura institucional "ya no es una cuestión de si va a ocurrir, sino de cuándo".
 

 

 

"¿Quién va a dar un golpe? ¿Las Fuerzas Armadas? ¿Qué, estamos en el siglo XIX? Lo que existe hoy es un estrés permanente entre los poderes. Yo no hablo por las Fuerzas Armadas, pero soy un general de la reserva y conozco las Fuerzas Armadas: no veo ningún motivo para un golpe", dijo la semana pasada el vicepresidente, Hamilton Mourão. El golpe, en el Brasil de hoy, más que un anatema es una cuestión de "motivos". 

 

Si el Congreso avanzara en un juicio político contra Bolsonaro o habilitara su enjuiciamiento en el Supremo, su eventual caída, una vez que se alcanzara la mitad del mandato el próximo 1 de enero, dejaría al gobierno plenamente en las manos del "partido militar”. Sin necesidad de golpe, claro.

 

Para complicar más las cosas, según una encuesta de Datafolha, el 45% reclama un juicio político, pero el respaldo al mandatario se sostiene en un 33%.

 

Desastre humanitario en la pandemia, caída en picada de la economía, tensión extrema entre poderes, posibilidad de impeachment, empate social y clima de golpe. Definitivamente, el problema es Brasil.

 

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