LA QUINTA PATA

Un país pequeño

Del delirio de grandeza al hábito de la decadencia. Viejos principios y raps gastados de cara al mundo. Un lugar bajo el sol. Una nueva épica. La pampa azul.

Cualquier persona, de cualquier parte del mundo, que tenga un interés por la geografía, la política o la historia seguramente atesora una imagen de la infancia: en silencio, en soledad y frente a un mapamundi. Entre el vergel de formas y colores que excitaban su imaginación de pequeño Elcano, sobresalían los países más grandes, algunos –como si hubiesen sido dinosaurios– hoy extintos. El viaje de los ojos se detenía, sin mucha demora, en el confín sur del mundo: la Argentina. ¿Cómo es posible que hoy parezca tan pequeña?

 

¿Pequeña en qué sentido? Al fin y al cabo, la mayor parte de los países del mundo ofrece condiciones de vida más duras a sus habitantes. ¿Lo es en comparación con los de la región –de Chile a Brasil, de Perú a Uruguay–, que los inefables Luis Solari que nos rodean reemplazan a la velocidad de la decepción en sus santorales? No; el barrio está más lleno que nunca de machos alfa de cartón, carencias ignoradas y calles demasiado convulsionadas como para presumirse suizas. 
 

 

El fracaso nacional, en todo caso, se mide con la vara del pasado de la propia Argentina y, sobre todo, con lo que podría y se empeña en no ser.

 

El país que en los 60 se encontraba a la vera del desarrollo no registra, desde hace ya muchos años, otra cosa que deterioro en varios de los indicadores más relevantes: crecimiento económico, inversión, consumo, pobreza e indigencia, empleo, escolarización, acceso a la salud… En paralelo a eso, temas que son condiciones para el regreso a una dinámica positiva –la solvencia crediticia y la estabilidad de la moneda y los precios, por caso– sí están resueltos en todo el vecindario, mientras que la Argentina no deja de tropezar con ellos.

 

El clima social tampoco ayuda y hasta diarios ligados al nacimiento de la argentinidad olvidaron el rol que les cupo en una nación que supo abrirse a la llegada de extranjeros y hoy diseminan, con una lluvia de centros a la olla, la insidia de un éxodo más estimulado que real.

 


 

 

Por arriba y por abajo, tanto en el círculo rojo –dirigentes políticos, empresariales, sindicales, medios de comunicación e intelectuales– como entre los hombres y mujeres de a pie, el país parece haber extraviado su autoestima y su ambición.

 

 

Silvia Kutika y Ricardo Darín en Luna de Avellaneda (2004), película de Juan José Campanella.

 

 

En el medio pasaron dictaduras feroces –encumbradas con ayuda de traviesas manos externas– y presidentes electos de todas las tendencias políticas relevantes, pero, más allá del auge de los tempranos 90 y del período 2003-2011, la trayectoria general no varió y las crisis se hicieron repetidas. Para torcerla ya no parece suficiente el recurso a distribuir el ingreso un poco mejor o a privilegiar a cualquier costo la tasa de ganancia empresarial. Hace falta más: un nuevo acuerdo social. 

 

Debido a una pandemia fuera de programa, el Gobierno todavía pelea para aplicar su plan, pero tropieza con ese ambiente, con sus propias carencias políticas y con la dinámica que impone una oposición determinada a caer con el mantel en la mano.

 

La política exterior, por su parte, es a la vez reflejo de esa debilidad nacional y herramienta para ayudar a superarla. La primera de esas facetas resulta demasiado evidente.

 

Acomplejada por la "proeza" de haber convertido en realidad el oxímoron de la crisis permanente, por el dólar siempre inflado de helio y por el infamante hambre de millones, la Argentina se limita en su relación con el mundo a balbucear tres cuestiones: el problema de la deuda y el potencial desestabilizador del capital financiero; el terrorismo y el atentado a la AMIA, y la cuestión Malvinas. Todos ellos –con Alberto Fernández, con Mauricio Macri, con Cristina Kirchner o con quien sea– son temas cruciales y sentidos, pero que casi nadie escucha.

 

 

 

En el primero de los asuntos mencionados, el país se presenta, secuencialmente, como un alcohólico perdido o como uno en dudosa recuperación. En el segundo, exhibe de modo vergonzante la impunidad que supo conseguir y reclama sin convicción la cooperación de Irán. En el tercero, choca con un Reino Unido al que la protesta de rutina le sale extraordinariamente barata. A no engañarse: Malvinas le queda demasiado lejos a una Argentina que ni siquiera puede controlar la pesca que depreda ilegalmente sus recursos con submarinos que no se hundan junto a tripulantes a quienes se impone una valentía desmedida. Por ese camino, los reclamos son simples letanías.

 

Afortunadamente, en los asuntos regionales, se recuperan tradiciones como la defensa del principio de no injerencia. El Gobierno trabaja para hacerlo valer en Venezuela, cuyo pueblo –no el régimen que lo gobierna– es víctima de sanciones económicas y de una amenaza permanente de intervención militar. Sin embargo, dada su debilidad y el chantaje de quienes viven de la grieta, la voz del país pierde potencia y es incapaz de pronunciar palabras como "Venezuela" o "Estados Unidos". ¿Cómo hacerlo cuando depende de la buena voluntad de Washington en las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI)? La debilidad es una jaula.

 

Asimismo, conceptos como comercio e inversiones serán entelequias mientras la casa no esté mínimamente en orden.

 

Los países sin "ferretería" –militar o económica– pueden encontrar una fuente de legitimidad internacional en el llamado "poder blando".

¿No hay salidas? Las hay, pero deben ser encaradas, de modo conjunto, a través de la normalización y el fortalecimiento económicos y de un relacionamiento más eficaz con el exterior. La Argentina debe ser más fuerte para hacerse escuchar.

 

Otro principio de política internacional recuperado por Fernández en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas es el del multilateralismo. En eso y en las posibilidades del ejercicio de la cooperación internacional es posible encontrar herramientas para la reconstrucción.

 

Un rasgo destacado de dicho mensaje fue la reivindicación del principio de "memoria, verdad y justicia" en materia de derechos humanos –que se prolonga hoy en los derechos de género–, política de Estado en los últimos 36 años. Eso tal vez guarde el secreto de un relacionamiento más eficaz con el mundo.

 

Los países sin "ferretería" –militar o económica– pueden encontrar una fuente de legitimidad internacional en el llamado "poder blando", dado por la autoridad moral, la defensa de los principios y la legalidad internacionales, la credibilidad y el ejercicio intenso de la cooperación. Si de derechos humanos se trata, por poner un ejemplo, las actividades del Equipo Argentino de Antropología Forense en diversos países estragados por tragedias son un elemento que, tal vez, habría que intensificar y exhibir con mayor orgullo.

 

La cooperación no tiene por qué limitarse a esa área. La calidad de la tecnología nacional aplicada a la producción de alimentos permitiría hacer mucho para ayudar a combatir el flagelo del hambre en diversos países postergados, incluso en una medida mayor de lo que ya se hace a través de organismos como el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), presidido, no casualmente, por un argentino: Manuel Otero. He ahí otra oportunidad.

 

 

La decadencia nacional es tan multidimensional que el intento de torcer la historia, no ya para alucinar destinos de grandeza sino para ofrecerle a cada hijo de esta tierra una oportunidad de ser feliz, pareciera no tener sentido. Eso es falso.

 

 

Ese tipo de herramienta y el "poder blando" no son simples relaciones públicas: cultivar la solidaridad con otros países permite sumar más que palmadas en el hombro a la hora de requerir votos, ya sea para la causa Malvinas, para asegurar una conducción del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) afín a los objetivos nacionales o para cualquier necesidad que se presente para el relanzamiento productivo.

 

La decadencia nacional es tan multidimensional que el intento de torcer la historia, no ya para alucinar destinos de grandeza sino para ofrecerle a cada hijo de esta tierra una oportunidad de ser feliz, pareciera no tener sentido. Eso es falso. "Nada grande se puede hacer sin alegría", dijo Arturo Jauretche.

 

Convocar a la épica nacional del desarrollo y al patriotismo del esfuerzo cotidiano es la responsabilidad que debería asumir una dirigencia que es mucho más amplia que un gobierno ocasional y que, en verdad, ya debería dejarse de frivolidades.

 

Grandes ya, algunos incluso demasiado, volvamos al viejo ejercicio de la infancia: mirar mapas. El nuevo rostro geográfico de la Argentina, que incorpora la plataforma continental, embelesa con una pampa azul que es a la vez misterio, inspiración y promesa renovada. Que los ojos lo recorran..

 

 

José María Carambia, senador del bloque de Santa Cruz. Complica el cuórum a Victoria Villarruel. 
torres: hay que debatir la letra fina del pacto de mayo en el congreso

También te puede interesar