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Discursos de odio: en boca de todo el mundo, en manos de nadie

El debate sobre los mensajes políticos y mediáticos navega en los pliegues entre la crítica, la violencia y la censura. Mala praxis periodística y rentabilidad.

Luego del atentado contra Cristina Fernández de Kirchner se multiplicaron las menciones a los discursos de odio como su caldo de cultivo. También se abrió el debate y el reclamo por una legislación al respecto, pero la utilización de este concepto sin precisiones puede conducir a vaciarlo de contenido. Por esa razón, conviene abordar este problema teniendo en cuenta cinco claves.

 

1. Los discursos de odio no son un invento argentino. En julio de 2021, la Asamblea General de Naciones Unidas estableció que cada 18 de junio se conmemore el Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio. La misma resolución expresa la “preocupación porque los incidentes de intolerancia racial y religiosa, discriminación y otras formas de violencia conexa, así como de difusión de estereotipos raciales y religiosos negativos, siguen aumentando en todo el mundo”. El documento invita a los países a “apoyar sistemas transparentes y accesibles para detectar y monitorear el discurso de odio, recopilar datos al respecto y analizar las tendencias conexas”.

 

2. Son discursos difíciles de abordar. La ONU lo definió como “cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, en razón de su religión, origen étnico, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad”. En Argentina, la Defensoría del Público indicó que se trata de “cualquier tipo de discurso pronunciado en la esfera pública que procure promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y/o la violencia hacia una persona o un grupo de personas en función de la pertenencia de las mismas a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial, de género o cualquier otra identidad social”.

 

El contacto con los medios de Argentina seguramente nos enfrente con este tipo de discursos. La vicepresidenta se ubica con holgura en el primer puesto de los objetivos de esos contenidos, pero también es cierto que existe un límite fino y en movimiento entre estas expresiones y el derecho a la libertad de informar y opinar, que puede ejercerse a través de la parodia, la ironía y las exageraciones, estrategias muy usadas en el periodismo. Así, no todas las opiniones o crónicas sobre la expresidenta constituyen manifestaciones de odio, incluso aquellas más vehementes y encendidas.

 

La pregunta es cómo abordar estas manifestaciones desde la legislación o desde las autoridades. Un problema más: ¿quién decide cuándo estamos frente a este tipo de manifestaciones? Esto lleva a preguntarse cuánto se pueden desdibujar las definiciones iniciales. Inclusive, buenas intenciones regulatorias pueden crear herramientas de censura o autocensura.

 

Otra dificultad: no siempre es una noticia aislada la que configura un discurso de odio, sino que se trata de series, líneas argumentales y piezas complementarias que dan forma a este tipo de expresión. Se debe atender a la reiteración, la persistencia, la virulencia, la masividad y el poder de quienes impulsan recurrentemente estos mensajes. Una buena manera de hacer circular contenidos discriminatorios con efectividad es contar con muchos recursos, tecnología o medios de comunicación, donde además queden obturados cuestionamientos a tales expresiones. Por eso, los límites a la concentración mediática y las políticas para generar escenarios mediáticos plurales y diversos son herramientas válidas para enfrentar este problema.

 

3. No todas las malas prácticas periodistas son discursos de odio. Las campañas de desinformación, las fake news, la instalación de rumores, las crónicas sesgadas, los relatos sin fuentes o con omisiones graves, la validación de fuentes de dudosa pertinencia o calidad y la marginación de voces relevantes dan cuenta del ejercicio deficiente, deshonesto y aberrante de la actividad periodística e intoxican el debate público. Todo eso ocurre en los medios de comunicación del país, y no precisamente en los de menor alcance. Con todo, no son discursos de odio. Sin embargo, esas prácticas apuntalan ese tipo de manifestaciones. Son una condición necesaria para que fluya la indignación, el enojo, la bronca, y quizás, el odio.

 

Marcha y repudio a los discursos de odio

4. Los discursos de odio pueden ser rentables. No pocas figuras mediáticas y políticas han construido sus carreras, audiencias y logros en esos límites difusos donde se mueven las expresiones de odio. Hay quienes han superado esos bordes y no les ha importado. Para ellos y ellas será difícil ver el daño que esas actitudes pueden causar a la convivencia democrática.

 

5. Los discursos de odio pueden ser señalados y aislados. Las dificultades para abordar la cuestión no impiden que periodistas, políticos y medios busquen acuerdos básicos sobre límites que señalen lo respetable, decente y ético en la producción periodística. Tal vez no hacía falta llegar a un intento de magnicidio para comprobar que esos acuerdos no existen. El momento muestra una oportunidad para señalar las prácticas periodísticas inaceptables. El disenso, la diversidad y el pluralismo se pueden construir por fuera de los discursos de odio. Evadir esa construcción es una manera de legitimar los discursos de odio.

 

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