CRISIS EN BRASIL

Primera batalla de una guerra anunciada que marcará el último mandato de Lula

Resabios de un sueño golpista que el gobierno recién asumido está obligado a controlar. Memorias de la campaña. El PT ante su reto más difícil y urgente.

El intento de golpe de Estado que las bases bolsonaristas llevaron a cabo este domingo evidencia, desde las entrañas, el interior de un movimiento político antidemocrático y violento. Por si alguien tenía dudas, quedó explícita su violencia contra todo aquel grupo que observe como “opositor” -incluso contra la Policía aliada-; su fe ciega en su único líder, el ahora expresidente Jair Bolsonaro; su desconfianza en los medios de comunicación; la creación de su propia realidad, donde el jefe de Estado, Luiz Inácio Lula da Silva, es un ‘dictador comunista’; su predisposición al uso de la violencia como mecanismo de resolución política; y el peligro que representa para cualquier sistema democrático. 

 

A la hora de cubrir actos de campaña de Bolsonaro en las últimas elecciones existían una serie de recomendaciones a tener en cuenta. Por ejemplo, entrar en confianza con sus militantes antes de decir que uno era jornalista, pedir permiso antes de sacar un grabador de voz o una cámara de fotos, no realizar preguntas muy incisivas y moverse en grupo, tratar de no ir solo. Antes de comenzar cualquier conversación era usual tener que someterse a dos preguntas: ¿De dónde sos y a quien votas? Una vez que uno superaba estas pruebas, podía empezar a conversar en un clima de desconfianza e incomodidad que no se sabía cómo iba a terminar. Si no se la superaba, lo mejor era retirarse en silencio, antes de que se corriera el rumor de la desaprobación. 

 

La irrupción en las tres sedes de la República de Brasil por parte de una turba violenta es un hecho inédito en la historia nacional, pero no por eso impensado en este contexto. Las últimas elecciones fueron las más importantes de la historia reciente del país porque estaba en juego la democracia como régimen político ya que había un candidato que amenazaba (y amenaza) la convivencia pacífica. Quedó explícito cuando Bolsonaro amenazó con desconocer su derrota y cuando sus bases, luego de la derrota en las urnas, empezaron a acampar en distintas sedes del Ejército para pedir una intervención federal que “salve al país”. Para quienes no quisieron verlo en su momento, este domingo quedó a la vista de todo el mundo que el bolsonarismo es un movimiento antidemocrático. 

 

Nunca es tarde para tomar conciencia del peligro que representa este movimiento no solo para Brasil, sino también para la región; pero si el gigante sudamericano llegó a este punto fue porque el gobierno de entonces, la Justicia y el establishment no tomaron con el suficiente rigor los distintos avisos que anticiparon este intento de golpe de Estado. No hacía falta mucho. Bastaba con recorrer sus actos, hablar con sus militantes, analizar sus nexos con las Policías locales y militares (que ayer volvieron a quedar a la luz) y notar que ante cada pedido de foto las distintas personas posaban con los dedos simulando un rifle. Durante meses el bolsonarismo anticipó una guerra que ayer tuvo su primera batalla. No se sabe si será la última. 

 

La intentona golpista fue desbaratada, pero para acabar con el problema de raíz las sanciones contra sus actores materiales, intelectuales y económicos deberán ser ejemplares y, además, las fuerzas políticas deberán tomar real dimensión de lo que implica el bolsonarismo. El electorado que comanda el militar, ahora desde Estados Unidos, es un movimiento masivo que reúne a millones de personas fanáticas de manera transversal, ya que logró penetrar en sectores pobres como pudientes; que no acepta el disenso político, sino que promete acabarlo a través de la violencia; que muestra una predisposición preocupante por el uso de armas; que cuenta con nexos con las Policías y las Fuerzas Armadas; y que logra atravesar las fronteras porque tiene nexos con la ultraderecha de Estados Unidos y Europa. 

 

Las primeras reacciones del sistema político, institucional y mediático del país parecen ir en este sentido. La gran mayoría de los partidos,  incluso los aliados de Bolsonaro, repudiaron los hechos sucedidos; la Justicia mostró una rápida reacción con pedidos de detenciones contra las personas que irrumpieron en los edificios y contra algunos presuntos cómplices, como el secretario de seguridad del Distrito Federal, Anderson Torres; y la prensa no dudó en calificar lo sucedido como un intento de golpe de Estado comandado por “terroristas”. Por su parte, Lula mostró la dureza necesaria para intervenir el Distrito Federal, llamar a los responsables “fascistas” y acusar a sus posibles ideólogos, como los productores del agronegocio del Mato Grosso. 

 

Este domingo, el bolsonarismo atravesó una línea peligrosa en lo que fue la primera batalla de una guerra que anticipó a viva voz. El gobierno de Lula y el sistema democrático en su conjunto deberán ir hasta las últimas consecuencias para que no haya una segunda.  

 

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