¿Qué es “la política”? ¿Para qué sirve? ¿Los políticos son todos iguales? ¿Qué intereses persiguen?
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Los magnates globales de la tecnología pescan en el río revuelto de sociedades divorciadas de sus sistemas de representación. ¿Hay retorno? ¿Cuál es el camino?
¿Qué es “la política”? ¿Para qué sirve? ¿Los políticos son todos iguales? ¿Qué intereses persiguen?
Estas preguntas, tan simples como necesarias, maduran en silencio en la mente de muchas personas que sienten que la política se desarrolla en una dimensión paralela, ajena a la realidad que ellos habitan.
La realidad, mediada por algoritmos obsecuentes que reafirman continuamente nuestra limitada y sesgada percepción del mundo, por más retrógrada que sea, se transforma en un espectáculo simplificado: una imagen, un meme, un emoji, que circula y se consume a la velocidad de la luz.
Las “unidades básicas” que antaño funcionaban en los barrios como lugares de encuentro, debate, formación y organización de la política partidaria fueron reemplazadas por comunidades virtuales sin base territorial. Seguramente haya más personas que antes expresando sus opiniones públicamente, pero menos participando activamente en su comunidad próxima, intercambiando ideas, acordando formas de organizarse y buscando soluciones compartidas para resolver problemas locales.
El sistema democrático occidental está siendo fuertemente cuestionado, en parte, porque las personas sienten que las grandes decisiones que determinan su devenir no las toman los gobiernos que eligen, sino los ceos de un puñado de empresas que dominan el mundo.
Desde la caída del muro de Berlín, a finales del siglo XX, no han surgido en Occidente propuestas alternativas al capitalismo global que proponen las grandes potencias económicas. Aunque hay suficiente evidencia de que el ritmo de consumo que promueve el sistema económico actual está destruyendo el medio ambiente, aumentando la desigualdad y conduciendo a la humanidad a un destino oscuro e incierto, no se está generando consenso en torno a nuevas ideas e imaginarios utópicos que disputen el sentido del desarrollo tecnológico.
En esta nueva fase del capitalismo, dominada por la economía de plataformas y la inteligencia artificial, el sistema político parece desbordado y resignado a aceptar que lo único que puede hacer es encontrar maneras de regular, fiscalizar y negociar condiciones para proteger ciertos derechos fundamentales frente a los gigantes tecnológicos.
Demócratas o republicanos, peronistas o radicales, blancos o rojos pueden tener diferencias en cuáles son los mejores instrumentos para hacer crecer la economía de sus países, pero ninguno de ellos cuestiona la esencia del sistema ni propone una alternativa superadora para que la economía funcione al servicio de un mundo más justo y equitativo. Esto explica, en parte, por qué la alianza entre el capitalismo y la democracia, forjada durante siglos, está llegando a un punto de ruptura de difícil retorno.
En su libro El descontento democrático, el filósofo político Michael Sandel ensaya una explicación para este fenómeno. Centrándose en el proceso histórico norteamericano, Sandel identifica al menos dos cambios en la sociedad que contribuyeron a desacoplar la democracia del capitalismo. En primer lugar, señala el cambio que se da a principios del siglo XX cuando, sobrepasados por el auge de la industrialización y el poder concentrado, los principales pensadores y líderes dejaron de concebir a la política como una herramienta para moldear el carácter moral y cívico de los estadounidenses. Según Sandel, la política renunció a formar ciudadanos libres con capacidad de definir su propio destino para transformarse en una herramienta al servicio del poder económico cuyo objetivo era asegurar el acceso masivo al consumo. Esta evolución marcó una desconexión entre los valores cívicos y la vida política.
En segundo lugar, el auge de la globalización tornó los límites del Estado nación intrascendentes para el capital financiero y para las empresas multinacionales que descentralizaron sus operaciones globalmente, debilitando la capacidad de los Estados para regular el mercado y garantizar derechos ciudadanos.
Los límites son ahora borrosos. La sociedad fluye como las cosas, como el dinero, como las imágenes, como la información, sin reconocer fronteras ni arraigo territorial. Esto genera una desconexión entre la población y las instituciones democráticas.
La relación de equilibrio entre el capitalismo (que organiza la actividad productiva al servicio del lucro privado) y la democracia (que pretende limitar ese poder para empoderar a los ciudadanos) peligra. Los ciudadanos, devenidos en consumidores, eligen a sus representantes libremente, pero estos actúan como si no tuvieran otra opción más que obedecer a los imperativos de un sistema que los reduce al rol de administradores.
La tendencia hacia menos democracia está vinculada a una concentración extrema de la riqueza. Los hombres más ricos del planeta, todos varones, no ocultan sus intenciones de influir y gobernar el mundo a su antojo. Seguramente hasta les resulte “gracioso” ver a los ciudadanos dirigirse a las urnas. Ellos no necesitan que nadie los vote ni dominar territorios con ejércitos: controlan el comercio mundial, las telecomunicaciones y el sistema bancario.
El informe de Oxfam de 2024 revela que, mientras la riqueza de los multimillonarios aumenta exponencialmente, el número de personas que vive en la pobreza se mantiene inalterado desde 1990. Aunque el discurso dominante exalta el mérito individual, el informe señala que el 60% de la riqueza de los multimillonarios no proviene del esfuerzo sino del saqueo: es heredada o resultado del clientelismo, la corrupción o el monopolio.
El esfuerzo individual es un motor del progreso, pero no es suficiente sin condiciones previas justas. La ideología del mérito ignora factores como el azar, los privilegios de clase y la estructura económica, así como la importancia de la solidaridad y los lazos comunitarios.
La utopía computacional, cuyo origen se remonta a la primera mitad del siglo XX, puede resolver muchos problemas sociales y económicos, pero para que los avances tecnológicos beneficien a todos y la riqueza sea distribuida de manera equitativa, es necesaria la intervención política y estatal.
la alianza entre el capitalismo y la democracia, forjada durante siglos, está llegando a un punto de ruptura de difícil retorno.
El Estado y la política deben actualizar sus objetivos y mecanismos de funcionamiento. La democracia representativa, tal como ha funcionado en los últimos cien años, no parece a la altura de los cambios que traen los avances tecnológicos. Sin mecanismos regulatorios, transparencia, rendición de cuentas, fomento a la innovación inclusiva y representación de todos los sectores, la tecnología profundiza las desigualdades.
No se trata de rechazar el avance tecnológico, sino de ponerlo al servicio de un sistema que no sólo aspire a mejorar la capacidad de consumo de una minoría, sino a producir bienestar para la mayoría. Las empresas tecnológicas que dominan el mercado fueron fundadas y están dirigidas mayoritariamente por hombres ingenieros o programadores.
Una investigación de “Chicas en Tecnología” indica que, aunque las mujeres representan el 61% de la matrícula universitaria en Argentina, solo el 1,7% elige carreras en tecnologías de la información y comunicaciones, frente al 10,8% de los hombres. Fomentar la participación de mujeres en estas áreas es clave para una perspectiva equilibrada.
Algunos dirigentes políticos, frustrados por la dificultad de captar la atención de los votantes, optan por gritar, insultar o decir incoherencias en redes sociales. Si los algoritmos promueven la diatriba, no deberían someterse a esa lógica, sino programar un nuevo algoritmo, acorde con los valores humanos que se desean promover.
Cuando Donald Trump fue expulsado de Twitter antes de que Elon Musk comprara la plataforma, en 2022, creó su red social, Truth Social, para mantenerse en contacto con sus seguidores.
La izquierda y el progresismo deben abrazar las nuevas tecnologías si aspiran a construir una visión alternativa de poder y no quedar atrapados en paradigmas obsoletos. La búsqueda de un “algoritmo progresista” puede llevar tiempo, pero es clave para recuperar el poder de resistencia, el espíritu de rebeldía y el sueño de una utopía inclusiva y solidaria que permita extender la felicidad en nuestro planeta, no en Marte.
Para Aristóteles, el ser humano era un "zoon politikon" (animal político), lo que implicaba que su realización plena se daba a través de la participación en la vida pública. Hoy, más que nunca, es necesario promover el debate sobre el bien común y recuperar el espíritu crítico, creativo e idealista de la política. Solo así la política tendrá sentido.