El 19 de noviembre de 2023, una mayoría de ciudadanos argentinos consagró con sus votos a Javier Milei como presidente. Para el gobierno de ese momento —incluidos sus socios y aliados ideológicos— fue un día infausto. A la tristeza se sumó un estado de estupor que, como bien se sabe, es siempre la antesala para cualquier estupidez ulterior. Si a usted la descripción de estupor le parece exagerada, convengamos en usar conmoción como un amigable término sustituto.
La conmoción —dentro de lo que hoy es la oposición— no se hizo esperar, y apareció bajo un doble interrogante (que, incluso hasta ahora, no tiene, desde su perspectiva, una satisfactoria respuesta). Primero, ¿”cómo fue posible que un mercader de ideas, circunscrito a los medios de comunicación, resultara capaz de ganarnos a nosotros, una aceitada y bien probada maquinaria política-electoral”? Segundo, y con algo más de enjundia, ¿”será que el ganador, además de ser un hábil tertuliano, es algo más”?
Ese “algo más” que podría ser Milei fue acechando lentamente el cuerpo y, sobre todo, el alma de la actual oposición. A principios de septiembre de este año, un incipiente intercambio de mensajes en redes sociales fue dando cuerpo a una novedosa entidad: Cristina Elizabeth Fernández invitó al presidente a debatir sobre economía y política en el Instituto Patria. Desde entonces, y hasta los más recientes mensajes, el meollo del asunto recala en un juicio valorativo cruzado sobre las capacidades epistémicas de ambos. Sin embargo, en este ida y vuelta, la oposición aceptó que el tertuliano podría, eventualmente, ser un “intelectual” al que la fortuna (política) le ha sonreído. Y, en efecto, esto es lo que resultaría algo atractivo.
Javier Milei, ¿perfeccionista y demagógo?
Aunque, en este contexto, resulta paradójico que, más allá de las propias declaraciones del Presidente, no haya biógrafos informados y avezados que muestren cómo es que Milei llegó a ser un libertario minarquista o, en otras palabras, un idealista perfeccionista. Hasta dónde sabemos por sus declaraciones, llegó al anarcocapitalismo bajo la influencia de la obra de Murray Newton Rorthbad y, a través de él, intuimos, debe haber recalado en esas aguas profundas que son Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek. Quiso la fortuna, que muchas veces avanza con los ojos vendados, que la visión anarcocapitalista que milita el presidente sea la de Rorthbad, pero bien podría haber sido la del sobrio Robert Nozick o la del ingenioso Anthony de Jassay. Más allá del enigma de cómo autores y lectores se encuentran, como afirmó en alguna oportunidad André Gide, el problema parece centrarse no tanto en cómo los ideales son usados para contrastar los hechos, sino en el empecinamiento presidencial por volverlos realidad.
En este sentido, una cuestión crucial es que la oposición yerra al asimilar al presidente con Alfredo Martínez de Hoz, en cuanto etiqueta aglutinante de un liberalismo económico que requiere de los fusiles. Más allá de que, ciertamente, por momentos el actual gobierno muestra un notable desapego institucional, esa asimilación falla porque Milei, a diferencia de lo anterior, resulta una especie de revolucionario profesional. El término “revolucionario profesional” se popularizó durante las últimas décadas a través de la pluma del premio Nobel Amartya Sen; no obstante, el profesor Luciano Pellicani (1939-2020), en su libro I Rivoluzionari di Professione, de 1975, da una pista más contundente: los revolucionarios de profesión buscan el perfeccionismo. Así, el intelectual -devenido en político- al buscar la perfección, no solo está tentado, sino que parece estar obligado a perseguir ideales.
No está únicamente listo para cualquier cosa (utrinque paratus), está motivado para perseguir la perfección. No puede pasar desapercibido que, recientemente, el expresidente Mauricio Macri haya retratado así a Milei: una “psicología especial”. Creo que es un eslogan político potente. Pero esto no es todo. Hay más.
¿Qué pasa —ya comienzan muchos a especular— si el presidente, además de un intelectual, resulta ser una “animal político”?
Porque hace casi un año ni kirchneristas, ni peronistas, ni las izquierdas, mucho menos los radicales, contemplaban la posibilidad de pensar en el actual presidente como un “animal político”. Para las izquierdas, acostumbradas a ver el negocio político por fuera del proceso electoral, no cabía en su cartografía política analizar a un Milei como “animal político”. Los radicales, que, en su mayoría, ya han asumido que su rol político consiste en acompañar ganadores, han delegado en otros la tarea de evaluar quién es un “animal político”. En este contexto, tanto peronistas como kirchneristas lentamente han comenzado a admitir que es posible que el presidente sea un verdadero “animal político”. Muestra de ello han sido los dispersos festejos de conmemoración del Día de la Lealtad, en donde los bucólicos discursos fungieron, tan solo, como ajustes de cuentas para una tropa que está refugiada en una trinchera asediada.
Para peronistas y kirchneristas, en su forma de “animal político”, el presidente resulta como una especie de aparecido con ropaje fantasmagórico, es decir, como un “demagogo”. Un “animal político” que es, o puede llegar a ser, la envidia de muchos grupos y organizaciones políticas. Un ejemplo reciente ilumina este asunto de cuerpo entero. La creación de la Agencia Nacional de Recaudación y Control Aduanero (ARCA), más allá de cómo terminen impactando sus intenciones racionalizadoras, resulta un efectivo golpe de efecto político. De cara al proceso electoral que se avecina, Milei quiere ser visto como el presidente que “cerró” la AFIP. Son esos, justamente, los golpes de efecto que tanto echaron de menos el kirchnerismo como el peronismo durante su última (fallida) gestión. Y es que la actual oposición conoce muy bien, a través de su propia experiencia, de qué se trata este asunto. Puesto que sabe que aun la competencia política bien regulada no logra evitar al demagogo, ya que la demagogia, como bien sabían los antiguos, es consustancial a la política.
El sabio maestro Giovanni Sartori advirtió —especialmente en su Teoría de la democracia— que la democracia encuentra un terreno escarpado cuando, mediante sus artes, el intelectual concede credibilidad al demagogo. De allí resulta que un antídoto contra el demagogo consiste en refrenar al perfeccionismo. Sin embargo, un interrogante diferente emerge por estos días y es ¿qué nos depara cuando el “animal intelectual” y el “animal político” se refunden en un mismo liderazgo? Es un terreno poco usual y, por tanto, merece toda nuestra máxima atención pública.