En primer lugar, el acto expuso buena parte de lo que, para bien y para mal, el mileísmo tiene.
En el haber, cuenta con un líder pleno de vigor y, para un sector social, de carisma. También cierto gancho popular, una narrativa y, ahora, una herramienta política nacional. Además, una presencia fuerte en las redes sociales, capaz de convertir –al menos dentro de la cámara de eco paleolibertaria– carencias materiales en realidades virtuales, y fundamentalmente las ventajas de todo tipo que brinda controlar los recursos del poder. No es poco.
Abajo, entre la breve muchedumbre, se destacaba Toto Caputo, un ministro que ha bajado la inflación a los hachazos, pero que no puede asegurar un control pleno de variables con potencial de cambiar ese escenario en el momento menos oportuno. Por último, Milei se ha quedado sin backup institucional: con su ausencia, lo mejor que puede esperar de Victoria Villarruel es que cumpla con decoro su papel de vice y que demore cualquier ambición recién para 2027.
Sin embargo, lo que más llamó la atención fue la violencia –no hay otra palabra para definir lo que se escuchó– de un presidente que, en lugar de contener –aunque sea con palabras– a los heridos por sus políticas y de sumar a los dubitativos, ha decidido volver al modo campaña para refugiarse en el núcleo duro y vomitar a los tibios.
Javier Milei y Karina Milei en Parque Lezama.
Javier Milei y Karina Milei en Parque Lezama.
Eso no es precisamente un síntoma de fortaleza y no parece un camino seguro para conseguir la avalancha de votos que Karina vaticinó para "llenar el Congreso" de libertarios dentro de un año.
Milei, en definitiva, ha decidido que el mileísmo se refugie en una pequeñez suficiente para hacer el aguante a la espera de tiempos más propicios.
Soy lo que no soy
Más percepción que hallazgo, este medio detectó ya en mayo lo que entendió como "un cambio paulatino pero perceptible en la narrativa oficial, que por primera vez abraza conceptos propios de las derechas radicales y extremas de Europa y Estados Unidos y que, hasta ahora, o bien estaban ausentes o no resultaban centrales" al mileísmo. Desde entonces se produjeron varios hitos que reforzaron la tendencia al lenguaje violentista y al rescate de elementos identitarios, algo muy diferente de la promesa de un outsider que se declaraba dotado de un saber suficiente para resolver los grandes males –económicos– del país.
Esos hitos fueron, entre otros, su reacción al Alberto-gate y sus discursos ante el Círculo Rojo, la internacional ultraderechista iberoamericana y la Asamblea General de la ONU. Cada vez más lejos de las "democracias del mundo libre" y cada vez más cerca de Nayib Bukele.
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Como, en su discurso y su forma de construcción política, Milei es un populista de derecha de manual, su narrativa identitaria está llena de "significantes flotantes" o "vacíos" –Ernesto Laclau dixit–. Estos portan una ambigüedad que los hace polisémicos y aptos para generar identidad en base a una polarización agónica. En el Parque Lezama quedó más claro que nunca que lo que el mileísmo dice ser es lo que dice no ser. ¿Le alcanza con ese recurso?
El mileísmo no es "la casta", aunque se comporte como ella, llene de parientes y amigos el funcionariado, se apropie de recursos públicos para hacer operaciones en las redes y armar carpetas, compre voluntades en el Congreso y movilice con micros a pseudomilitantes o barrabravas que se suman a los simpatizantes efectivamente motivados para hacer bulto. Y aunque juegue con el fuego de la paciencia social.
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No es "comunista", "zurdo" o "kuka", pero extrema de modo tan absurdo esas etiquetas –hasta Horacio Rodríguez Larreta, por caso, sería alguna de esas cosas– que las convierte en nada, salvo para el consumo de la secta.
No es "empobrecedor", pero no termina de demostrar que es capaz de producir riqueza.
No es "ensobrado", aunque proponga un controvertido ejemplo de ética periodística y se sepa que ha construido una tropa digital con financiamiento opaco.
No es "econochanta", por más que sus argumentos den risa más de una vez, como sus proyecciones de un día de remarcaciones a hiperinflaciones anuales, o la contrastación del gasto previsional en el infinito con el PBI de un año.
No participa de la corrupción de ciertos encuestadores, aunque gaste millonadas para comprar sondeos a costa de los contribuyentes.
La Libertad Avanza, una política del resentimiento
También se define por un par de valores enunciados desde lo positivo.
Uno, claro, es la libertad, aunque –en medio de apuestas opacas a la SIDE, protocolos para limitar la protesta social y el gusto por la pimienta gaseosa– se pueda sospechar sobre lo que en verdad entiende por ella.
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Otro, más novedoso, es la apelación a la consigna de "Dios, patria y familia". La insólita referencia a Friedrich Nietzsche fue, pese a la pifia, lo más sensato de ese instante: lo de Dios es privativo de su conciencia, pero el amor a la patria de un anarcocapitalista suena curioso, mientras que el apego a la familia de un hombre dañado por sus padres y que ha decidido no tener hijos sino perros resulta directamente alucinante.
Populismos hay muchos, pero en el de Milei llama la atención que todos esos significantes no cuenten ni siquiera con un intento de totalización –también ambigua– que implique alguna forma de amor, aunque más no sea por declamación demagógica.
Manifiestamente adverso a cualquier noción judeocristiana de caridad o de piedad por el débil, el Presidente se limita –dice– a representar y defender a "los argentinos de bien". Sin embargo, ni sus palabras ni sus políticas les ofrecen a estos –sean quienes sean– protección ni calidez, cosa que empieza a reflejar el ánimo social.
Tal vez en eso anide la diferencia entre populismos populares y populismos antipopulares, o de extrema derecha, curiosamente secundados en la Argentina actual por referentes y cuadros que hasta hace poco se autopercibían democráticos y republicanos.
La construcción narrativa de Milei –como se vio, de modo cada vez más marcado– supone una política del resentimiento y, por ese camino, la construcción identitaria se vuelve peligrosa.
Las ultraderechas actuales se diferencian de las del siglo XX por el principio de su edificio doctrinario: lo que entonces se basaba en la comunidad étnica, hoy se fundamenta en el individuo. Entonces, ¿qué las emparenta? El punto de llegada: el lenguaje violento, la expulsión –en principio– discursiva de los indeseables y la descalificación radical de los enemigos. Alerta.
El Milei economista ya no está seguro de que la realidad responda como esperaba a sus ecuaciones y el Milei político es cada vez más reaccionario. La libertad –de pensar o de ser distinto– cruje y la convivencia democrática es una hoja enloquecida en el turbión de sus palabras.
¿Cómo empieza la violencia? ¿Cómo termina?